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Maravatío de Ocampo
26 abril, 2024
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La aparición de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego.

Según la tradición católica, el santo Juan Diego Cuauhtlatoatzin nació en 1474 en Cuauhtitlán, entonces reino de Texcoco, perteneciente a la etnia de los chichimecas. Su nombre era Cuauhtlatoatzin, que en su lengua materna significaba ‘águila que habla’, o ‘el que habla con un águila’.

Ya adulto y padre de familia, atraído por la doctrina de los padres franciscanos ―llegados a México en 1524―, recibió el bautismo, donde recibió el nombre de Juan Diego, y su esposa se llamó María Lucía. Se celebró también el matrimonio cristiano. Su esposa falleció en 1529.

El sábado 9 de diciembre de 1531, mientras se dirigía a pie a Tlatelolco, en un lugar denominado Tepeyac, tuvo lugar la primera aparición de la Virgen María, que se le presentó como «la perfecta siempre virgen santa María, madre del Dios verdadero». La Virgen le encargó que en su nombre pidiese al obispo capitalino ―el franciscano Juan de Zumárraga― la construcción de una iglesia en el lugar de la aparición. Como el obispo no aceptó la idea, Cuauhtlatoatzin volvió a ver a la Virgen ese mismo día y ella le pidió que insistiese (segunda aparición).

Al día siguiente, domingo 10, Cuauhtlatoatzin volvió a encontrar al prelado, quien lo examinó en la doctrina cristiana y le pidió pruebas objetivas en confirmación del prodigio. Ese mismo día tuvo lugar la tercera aparición en la cual la Virgen María mandó entonces a Juan Diego que al día siguiente, lunes 11, fuera a verla para que le diera la señal que haría que le creyera.

El día lunes 11 Cuauhtlatoatzin no fue al Tepeyac porque halló a su tío Juan Bernardino enfermo, su tío le pidió a Juan Diego que al día siguiente fuera a Tlaltelolco en busca de un confesor, pues estaba seguro de que iba a morir. Juan Diego obedeció y salió muy de mañana el día martes 12 de diciembre de 1531, pero recordando que la Virgen lo tenía citado y temeroso de que lo entretuviera y no lo dejara ir en busca del confesor, quiso evitar su encuentro y así, en vez de seguir, derecho su camino, subió por entre el Tepeyac y el cerro al que estaba unido pensando rodear el Tepeyac por la ladera que mira al oriente hasta llegar a donde ahora queda el frente de la Basílica y tomar ahí el camino de Tlaltelolco. En su camino la virgen le salió al encuentro(cuarta aparición) y le explicó la situación de su tío. A esto respondió la Virgen María le respondío:

«Oye y ten entendido, hijo mío, el más pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí, que soy tu madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? No te apene, ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá de ella: está seguro de que ya sanó».

Juan Diego convencido de lo que le dijo, le pidió a la Virgen le diera la señal y el mensaje para llevarlos al Señor Obispo.

La Virgen entonces le dijo que subiera a la cumbre del cerrito donde solía verlo y que cortara las flores que allí encontraría, invitándole a subir hasta la cima de la colina de Tepeyac para recoger flores y traérselas a ella. No obstante la fría estación invernal y la aridez del lugar, Cuauhtlatoatzin encontró unas rosas de Castilla no nativas de México. Una vez recogidas las colocó en su «tilma» y se las llevó a la Virgen, que le mandó presentarlas al obispo como prueba de veracidad. Una vez ante el obispo el santo abrió su «tilma» y dejó caer las flores mientras que en el tejido apareció, inexplicablemente impresa, la imagen de la Virgen de Guadalupe, que desde aquel momento se convirtió en el corazón espiritual de la Iglesia en México.

La imagen que hoy en día conocemos sería la misma que la de ese día del año 1531.

Juan Diego no volvió a su casa sino hasta el día siguiente, pues el Señor Obispo lo detuvo un día más. Aquella mañana le dijo: «Ve a mostrarnos dónde es la voluntad de la Señora del Cielo que se le erija su Templo».

Juan Diego condujo a las personas que el Señor Obispo dispuso que lo acompañaran al lugar en que se había aparecido la Virgen y en el que debería erigirse su Santuario y pidió permiso de irse, pero no lo dejaron ir solo, sino que lo acompañaron a su casa, al llegar a la cual vieron que su tío estaba perfectamente sano; Juan Diego explicó a su tío el motivo por el que él llegaba tan bien acompañado y le refirió las apariciones y que la Virgen le había dicho que él estaba curado. El tío al oír el relato de su sobrino Juan Diego, manifestó que ciertamente la misma Señora lo había sanado, puesto que a él mismo se le había aparecido (quinta aparición) y añadió que le habla dicho que dijera al Señor Obispo que era su voluntad se le llamara «La Siempre Virgen Santa María de Guadalupe».

Con el tiempo, Juan Diego, movido por una tierna y profunda devoción a la Madre de Dios, dejó a los suyos, la casa, los bienes y su tierra y, con el permiso del obispo, pasó a vivir en una pobre casa junto al templo de la «Señora del Cielo». Su preocupación era la limpieza de la capilla y la acogida de los peregrinos que visitaban el pequeño oratorio, hoy transformado en basílica, símbolo elocuente de la devoción mariana de los mexicanos a la Virgen de Guadalupe.

Juan Diego Cuauhtlatoatzin, laico fiel a la gracia divina, gozó de tan alta estima entre sus contemporáneos que estos acostumbraban decir a sus hijos: «Que Dios os haga como Juan Diego».

Cuauhtlatoatzin murió en 1548, con fama de santidad. Su memoria, siempre unida al hecho de la aparición de la Virgen de Guadalupe, atravesó los siglos, alcanzando la entera América, Europa y Asia.

El 9 de abril de 1990, en Roma, ante el papa Juan Pablo II fue promulgado el decreto De vitae sanctitate et de cultu ab immemorabili tempore Servo Dei Ioanni Didaco praestito.

El 6 de mayo de 1990, en la Basílica de Guadalupe (México), Juan Pablo II presidió la solemne beatificación de Cuauhtlatoatzin. En la homilía, el papa indicó cómo «las noticias que de él nos han llegado elogian sus virtudes cristianas: su fe simple […], su confianza en Dios y en la Virgen; su caridad, su coherencia moral, su desprendimiento y su pobreza evangélica. Llevando una vida de eremita, aquí cerca de Tepeyac, fue ejemplo de humildad». Juan Pablo II tituló a Juan Diego Cuauhtlatoatzin «el confidente de la dulce Señora del Tepeyac

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